14 feb 2020

Pulsión




En total deben haber sido no menos de veinte días completos, sumando el Metropolitan de NY, el Moma, la National Gallery of Ireland, la National Gallery de Londres, la Tate y la Modern Britain, la National Portrait Gallery, una muestra antológica de todos los autorretratos de Lucian Freud en la Royal Academy of Arts de Londres y una muestra monumental también de Freud en el Irish Museum of Modern Art; por último, el estudio de Francis Bacon y varias de sus obras en la Hugh Lane City Gallery de Dublin, creo que no se me escapa nada, pero entre finales de Octubre y buena parte de Noviembre últimos, en apenas veinte días, vi tanta pintura que por momentos sentí que en mi cabeza ya no entraba un Rembrandt más. Desbordado de Velázquez, Picasso, Caravaggio, Matisse, Vermeer, Rafael, Van Gogh, Bacon y Degas, me volví a la Argentina, casi como quien vuelve a su rincón.
Tras recorrer más de 600 años de pintura en tan pocos días, es inevitable advertir la manifiesta cercanía que hay entre los antiguos maestros y los modernos, por momentos Paolo Uccello resulta más moderno que Matisse, es imposible no ver cómo la línea de Botticelli dialoga con la de Modigliani, las proporciones en muchas de las paletas de los más finos coloristas modernos vienen directo de Rafael y así una infinidad de parangones que parecen desafiar al tiempo y la linealidad de la historia. Cuál ha sido el progreso en la pintura sino explorar una y otra vez los mismos caminos de distintas maneras? Caminos que se entrelazan en el tiempo y arriban a zonas distintas cada vez. Queda la sensación (o la certeza) de que la pintura es un laberinto que no puede hacer otra cosa más que expandirse.
No fue fácil volver al taller, me llevó semanas asimilar el impacto de lo visto y reconciliarme con lo mío, hasta que rescaté de la memoria algo que intuí a poco de estar frente a tantos maestros, algo que fui constatando de un museo en otro, de una galería en otra, en cada sala y cuadro tras cuadro: los artistas que ocupan semejante lugar, no sólo en los museos sino en la historia misma, no construyeron su obra a partir de un mayor o menor talento, sino a partir de una determinación extrema.
Van Gogh -que tenía un extraordinario dibujo- siempre supo que no gozaba de la fineza del dibujo de Degas, o de la destreza de Toulouse Lautrec, pero era su dibujo, la herramienta con la que contaba, y fue suficiente; su determinación hizo el resto, la determinación del acto, de la acción que ocupa el vacío que deja la palabra, enfrentar el asunto con lo que está disponible, con lo puesto. Si algo une a Van Gogh con Rembrandt es exactamente eso: la capacidad de entregarse a la pintura casi como una fatalidad. Frente al retrato de Margaretha de Geer de Rembrandt no se puede sino sentir que es imposible empujar a la pintura más allá, el eje de la figura está ligeramente desplazado del eje del sillón que la sostiene, y ese mínimo desplazamiento genera una contundencia en el espacio que pareciera como si Rembrandt hubiera luchado literalmente cuerpo a cuerpo con la materia para que el espacio se abra paso y la presencia de la figura, en cada brochazo que se hunde en el volumen, en cada tono, en cada espesura, le provoque al espectador la certeza de estar de más. Aquí hasta el mismísimo Cézanne debe haber advertido sus propios límites, nadie sale ileso de esta pintura.
Para la mayoría de estos artistas, la pintura no ocupa un lugar en sus vidas, la pintura es en sí la vida misma, les viene desde un lugar a donde no llega ni la muerte. A Chian Soutine lo empujó una oleada interna que jamás tuvo nada que ver con la academia, Bonnard llegó a retocar sus cuadros aun cuando ya colgaban de las paredes del Louvre, mucho cuidado entonces con confundir al arte con las instituciones que lo albergan o lo disciplinan. La pintura no necesita del museo o de la galería para consistir, es independiente del espacio que la alberga y aunque se nutre de ella, es independiente hasta de la cultura misma, porque es una pulsión.

F. O’C.
Enero de 2020